A pie de carretera

Contemplando coches y carreteras

Echando plática con el hermano

Sudando y riendo a veces

Seños fruncidos otras

Elle, assise avec une copine

Ou plusieurs on ne sait plus

De l’autre côté de la route

De l’autre côté du monde

Las vieron los dos

Y los dos atravesaron

Uno sin mirar a los lados

Sólo de frente

Que de frente le quedaba ella

Oui, beaux sourires

Oui, beaux gars

Mais elles n’étaient ni naïves

Ni même intéressées

Preguntó por su nombre

Sólo el de ella

Y la siguió

Por el continente

Por la vida

Elle

Eh bien au début

Elle rigolait

Deux vies si différentes

Deux approches si éloignées l’une de l’autre

Puis…

Puis elle a commencé à le regarder de plus près

Et a dit oui, un jour, pour toujours

A jamais

Él, desde aquel primer día

Desde el borde del asfalto

En dónde vivieron luego

A pie de carretera decía él

Au milieu de rien disait-elle

Sí, él, por siempre

A su tráiler le puso nombre

 “Chontal”

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De aprovechar los días que tenemos

Te propongo
Separarnos
Caminar en solitario
Te propongo
Separarnos
Olvidarnos por un tiempo

– Purificación Casas Romero / Manuel Álvarez Beigbeder Pérez.

De aprovechar los días que tenemos

Y por fin

Ya terminó el tiempo de los abrazos, deseos y de Te quiero, mi amor.

¡Sí!!!

Ya pasaron Navidad, Año Nuevo, -bueno hasta el Año Nuevo chino-, día del amor y amistad y podemos respirar, ser nosotros mismos.

Cuidado, que antes de celebrar el día del niño con dulces y regalos a quienes ya lo tienen todo o de abrazar a la mamá que no has visto en meses, ¿desde Año Nuevo verdad?, nos quedan muy pocas semanas, sin contar los 4 días sacrosantos de Semana Santa[1] sin Acapulco.

¿Para qué? ¿Los días esos, pues?

Para ser nosotros mismos.

Son días de no abrazar a fuerzas, de no sonreír a fuerzas y de mandar a volar a todos si queremos, con o sin mucho amor.

Tons:

Te propongo ponerte la falda que te gusta, aunque tu mami te diga que no se te ve bien.

Te propongo salir con los cuates que tu papá desprecia.

Te propongo ir a la despensa, sacar los chocolates, abrirlos todos y ponerlos frente a ti, sobre la mesa. Sentir dentro de lo más hondo de ti por qué te los quieres comer. Y si te late, comértelos, si no, igual hasta los puedes echar a la basura. El punto es que no estén en la despensa obsesionándote.

Te propongo sacar del cajón el suéter que te regalaron con cariño pero que no logras ponerte, porque te pica, porque el color, la forma, yo qué sé, y donarlo, sin que te sientas culpable. O volverlo bolsa para libros, ¿por qué no? Con cariño también, sin remordimientos.

Te propongo no ir a la comida de tus primos latosos, peinar tu greña para abajo o para arriba, ponerle protector solar rojo o azul a tu calva, usar camisa de marca con tus papás hippies, salir a la calle de madrugada a mirar el cambio en el cielo o quedarte bajo tus mil cobijas nomás porque hoy no quieres ni mirar ni que te miren.

Te propongo vivir según tus convicciones, sin traicionarte jamás, a menos claro, que de ello dependan tus vidas, la económica, la social, la emocional. Ya será tiempo de perdonarse. [2] 

Te propongo alzar la voz hasta que se te rompa, defender con los puños y las palabras las causas que te parezcan justas. A menos, otra vez, que tu vida física dependa de tu arrojo, no permitas que te maten por una idea, te necesitas en vida para seguirla propagando.

Te propongo ser libre

Sentir el viento por tu cuerpo, debajo de las axilas, levanta los brazos muy alto, anota el libro que te gusta por todos lados, pon los pies sobre la mesa, come con los dedos, bebe agua de maracuyá, mira hacia el horizonte, el que se ve tan lejano o el que se esconde tras la pared del puente peatonal. Vuela.

Vuela, aunque tengas que trabajar para comprarte las alas, aunque tengas que sonreír para que desaparezcan paredes internas o ajenas. Vuela.

Sé tú, en cuanto te encuentres.

Tenemos unos cuantos días de libertad, úsalos.

Para terminar este texto, esta Columna, te propongo Querido Editor que te acuerdes de la primera vez que puse una palabra altisonante, soez, y de cómo se te erizó el vellito del brazo derecho, el de la razón. Te propongo que te rías otra vez con mis faltas de respeto a lo establecido, te indignes como lo haces siempre, pero con más enjundia al recordar mis indignaciones. Que le sigas dando duro a lo que haces, querido Galo, a ese cambiar al mundo usando la razón y la cultura. Y que, con permiso de tu novia, aceptes la canción que te propongo escuchar, aunque hable de amor y yo no lo esté haciendo. Yo… yo te hablo de puertas abiertas, de enseñanzas y de agradecimiento profundo por el chance que me diste hace años, por cómo me subiste la autoestima hasta los cielos, la Vikinga también es Diva en gran parte gracias a ti. Yo te hablo de amistad profunda, de aprecio y admiración.

Sin más por el momento, te propongo escuchar al Puma y sonreír. Sentir el viento, porque mientras duró, estuvo rechingón el asunto.


Notas:

[1] ¿Si toda la semana es santa por qué nos dan sólo jueves y viernes de asueto? ¿A ver? ¿Quién decide?

[2] Mourir pour des idées, c’est bien beau mais lesquelles?

Mourons pour des idées, d’accord, mais de mort lenteD’accord, mais de mort lente

(Morir por las ideas está muy bien, pero ¿cuáles?

Morir por las ideas, de acuerdo, pero una muerte lenta.
Está bien, pero una muerte lenta)

– Brassens

Morir por unas ideas, qué bonito, pero ¿cómo cuáles?


* Gwenn-Aëlle Folange Téry es pintora y escritora.

guenaou@yahoo.com

@GwennFolange

Ilustración de portada e interiores: Sauvée par des ballons / Salvada por unos globos. | Autora: Gwenn-Aëlle Folange Téry

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De las plumas que me quedan

Me encontré el sábado con una gaviota que conocí hace años.[1] Venció sus miedos y voló lejos del peñasco que la abrigó tanto tiempo.

Nos miramos a los ojos, yo con los dos, ella con uno a la vez, moviendo su cabeza de manera sincopada. Entendí que por fin se lanzó a volar con todo y sus barreras mentales porque sabe que su tiempo aquí tiene final cercano.

Entre miradas y vientos, la resaca de las olas y el murmuro del mar de fondo, eliminamos de su vida y de la mía los cuchicheos ajenos y hasta los propios. Empezó sola lo que yo vengo haciendo con ayuda desde hace tanto tiempo y juntas le pusimos brillantina al sol.

Le conté de mi camino, del miedo que he logrado vencer, de mis hazañas más recientes, el nadar junto a lobos marinos, mirar ballenas, caer del barco y reír a pierna suelta, sin falsas vergüenzas, de volverme a caer y de volverme a subir. Le hablé de la tiznada que me di al levantar madera quemada, porque urgía, de la vomitada tras un arbusto porque también urgía, de las largas conversaciones mareadoras y de los desayunos con amigos.

Y de cómo, sobre todo, no me siento vencedora de nada, de cómo me siento bastante igual a mí misma, así como se siente ella, somos las mismas, nomás más vividas, con menos plumas y más frío.

Y si vamos despeinadas las dos es porque el viento está rico.

Esto lo escribí en la playa, frente a ella y al mar, sobre un papel que por detrás trae, casualmente, notas de un pasado hiriente, humillante y doloroso.[2] Ya sabes, y ya lo pensaste, lo de las casualidades no es lo que creemos, todo nos va llevando al punto al que teníamos que llegar, llámese Roma o La Paz.

Estas semanas afronto otros miedos. Regreso a varios de mis escollos. Así como la gaviota.

Dejando en orden lo que le permití a otros desordenar.


Notas:

[1] https://gwennaelle.wordpress.com/2024/02/27/de-una-gaviota/

[2] Me lo prestó una amiga que todo recicla. Yo, en aquella época, hice una pelotita y a la basura se fue, no merecía ni el fuego sanador, ella guardó papel.

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De una gaviota

Pensado hace unos 13-14 años, escrito por fin

De una gaviota

Al lado de faro del Cap Fréhel, hay una roca, grande, alta, maciza aunque delgada.

En ella anidan centenas de pájaros, gaviotas de las blancas con punta negra en su mayoría, gavinas y uno que otro cormorán.

Es un refugio para ellos, un santuario. Está separado de la costa por sólo unos metros, pero su forma extremadamente escarpada y vertical no inclina a la exploración turística y hay, claro, un montón de leyes que amparan a las aves que en ella construyen sus nidos.

Hace años me senté frente a ella, dominando el vértigo que me da al mirar cualquier sugerencia de altura o de vacío y las escuché: tienen un grito esas gavinas que desgarran el oído y que, cuando te sabes el origen de su nombre, desgarra el corazón.

Viene su nombre, goéland, del bretón, lengua de mi tierra, Bretaña, es deformación –apropiación- de “gwelan”. Gwelan significa algo como tristeza, muerte, corazón roto, llorar, llorar, llorar. Se les decía así, hace años, porque su grito recuerda un llanto en el viento, un marinero perdido, un hijo alejado.

Estaba entonces sentada, escuchándolos llorar, cuando una de ellas llamó mi atención. Era una pequeña, muy pequeña gavina y miraba con un dejo de desesperación, -sí, lo supe al instante-, al mar, a sus compañeras, tal vez hasta al cielo.

No se movía, no aleteaba, no gweleaba, congelada en sus movimientos, el viento apenas visible en una que otra plumilla de sus alas.

A veces se le acercaba una de sus congéneres, chance siempre la misma, y parecía instarla a emprender el vuelo, a tirarse a las olas para sacar algún manjar marino, a mirar al sol de frente y a elevarse a decenas de metros sobre la roca.

Todo el tiempo que estuve allí, fue como una película repetida una y otra vez.

Hasta que, segundos antes de levantarme, entendí.

Las dos estábamos petrificadas frente al vacío.

Me puse de pie, me di la vuelta y me fui. Si yo no he podido controlar mi vértigo tantas veces en mi vida, nada podía hacer por ella.

Soy contera no milagrera

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De la historia de amor que no fue

De la historia de amor que no fue

Y sucede…

Sucede que salen juntos y que sólo uno ama al otro. Que el otro nada más quiere.

Y que todo lo construye uno sobre un enorme malentendido, propio, emanado de sus alucines personales, de su hambre de amor. Y que la construcción del otro es diferente, emana de su miedo a no ser lo que se espera de su parte.

Y van así, tomados de la mano, convencidos los dos que el otro sabe, que entiende.

Lo cual años después entiende uno que era absurdo, si nunca se intercambió el sacrosanto “Te amo”, que, si un sábado no se miraban, el primero por vergüenza el segundo por indiferencia, no había manera de que de la noche a la mañana, el domingo, florecería el amor que soñaba cada noche. Y entiende el otro que su proceder estuvo acompañado de un tinte de egoísmo, cubierto de barniz de pánico adolescente.

Hasta que el que sólo quiere confiesa la verdad. Y que el que ama estalla en chingocientos pedazos.

Que el reventado decide matarse y no lo logra. Y que el otro se siente chantajeado, aunque sí, culpable también.

Y no, no fueron juntos nada más un ser divino y un ser egoísta.

Sólo dos jóvenes, muy jóvenes, que no entendieron lo que pasaba.

Y sufrieron, uno por sentirse abandonado, el otro por sentir que abandonaba.

Uno por haberse engañado, así a lo wey.

Y otro por haber engañado, a lo wey también.

La ilustración es de Sienna Folange Valverde

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De una de las lunas de Neptuno

¿Tú sabes todo de tus amigos?

Digo bien amigos, no amistades ni conocidos ni familia.

Yo me he dado cuenta de que conozco algo como la superficie, onda me metí a nadar al mar y, si buceé, fue con esnórquel, no estuve ni muy hondo ni mucho tiempo. Y definitivamente no sabía, no fue ni intencional, ni falta de interés. No fue tampoco un “Nos queremos y no necesito más”.

¿Tal vez haya sido un rollo de edad?

Porque mis amigos recientes, que son unos dos, pues sí sé, ya sea porque me platicaron sus cosas o porque yo pregunté. 

¿Pero los de la infancia, de la adolescencia? Los mejores pues, los que son parte de ti, de tus vivencias, de tu crecer.

Tengo la suerte intensa de seguir viéndolos y queriéndolos y hablando con ellos, con los cercanos. La magia de Face intervino mucho, es lo que más agradezco de esa red social tan criticada.

Nos hemos vuelto a ver, muchas veces para unos, pocas para otros porque viven realmente lejos. Pero usamos las videollamadas y, en su momento dijimos todos: ¡es increíble, ¡como si no nos hubiéramos dejado de ver durante 20, 30, 40 años! Y efectivamente, las conversaciones fluyen, somos los mismos, aunque unos se hayan ido a estudiar a otro país, que otros se hayan quedado a vivir en otra ciudad y que otros pues, quién sabe por qué, no los haya abrazado en un rato.

Pero en mismo tiempo las preguntas son diferentes. Claro que a los 16, no preguntábamos ni por la chamba ni por los hijos. Pero no, la diferencia es más profunda.

Creo que de niños, adolescentes, hablábamos de lo inmediato: es que lo amo y él no me ve, mis papás se están divorciando, vamos juntos a CU a andar en bici, y así… Y hoy es más un “¿Y eres feliz?”, “¿Cómo lo haces?”

¡Y luego yo en la luna, pero la de Neptuno me cae!!

Descubrí, después de nuestros 40 años, que un amigo tiene dos hermanas, cuando yo siempre lo ubiqué con una. Y lo mismo para una amiga, y no lo entendí hasta que una de ellas murió. Supe, de repente, que otra amiga no tenía absolutamente ningún gusto por la arquitectura colonial, que esto chance lo supe cuando se dio cuenta ella, al mismo tiempo pues.  Me enteré de por qué esa amiga tan querida, amada por ratos, no vino a mi boda…

Podría, cobardemente, acusar las prohibiciones familiares que nos apisonaron tanto tiempo: prohibido hablar del hijo que nació fuera de matrimonio, prohibido decir que tu abuelo te pega, prohibido comentar que el alcohol de la casa se lo toma todo tu tía, que mamá perdió la casa jugando cartas. Prohibido, prohibido.

Prohibido…

Y sí, hoy, nos damos la libertad, tanto tiempo esperada, de decir lo que tanto daño nos hizo, por lo que era y por el puto silencio. Y nos hace bien, ya somos por fin adultos que decidimos sobre lo que se comparte o no.

¿Significa eso que nos queremos de una manera diferente?

¿Es así para todos, o de repente dejé de pelar más cosas que mi ombligo mío de mí aunque no parezca…? ¿Y entonces, de repente miré a mis amigos?

¿Y la pareja? ¡Caray, la pareja!

Me acabo de enterar, hace unos días, de que al mareado no le gustan los hot-cakes. Hazme el favor, tanto año de a veces 366 días de vida en común sin saber eso. Significa que no lo pelo o que nunca le he preparado hot-cakes  o que nunca me lo comentó y que se los tragó, mártir obediente de mis gustos culinarios.

¿Sabe el mareado todo de mí, sé yo todo de él?

¿Necesitamos saberlo?

¿Qué cosas no le he platicado?

¿Es necesario hablar de todo, contar nuestras vidas de antes y de ahora, así minuto a minuto, no lo que hicimos en el día, sino lo que pensamos, lo que sentimos?

¿Nos queremos mejor si lo compartimos todo, equivaldría a vivir en una suerte de espejismo si lo compartiésemos todo? Porque, digo, ya no nos daría tiempo de hacer, de pensar ni de sentir. Tendríamos que inventar, conseguir más tiempo del que tenemos o repetir lo mismo, eternamente. Y sé que yo me prohibiría ciertos pensamientos y sentimientos si supiera que se los tengo que contar al mareado.

¿Sé lo esencial de él? ¿De ti?

¿Lo esencial para seguir amando, queriendo?


Notas: 

[1] Neptuno claro, para usar mi esnórkel.

[2] Me pregunto cuánto dura un día en Neptuno.

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De la otra dimensión

De la otra dimensión

Es cierto, cuando duerme a veces sueña

Y sí, a veces es con otra persona que la que duerme a su lado

Y no, no es traición

Es mente libre de ir dondequiera

De volar con otras alas

Ni mejores ni peores

De otro color nada más

Des verts et des bleus, parfois du rouge

Al despertar

Regresa a su vida de todos los días

La mejor vida con la que jamás

Soñó en el mejor de sus mundos 

Le turquoise, le marine et l’indigo

Piensa, cuando puede

Que los encuentros son tan fortuitos

Y que en esta vida ya tres veces se conocieron

Piensa que habiendo tantos alveolos en un panal

Resulta que ya tres veces al mismo quisieron entrar

Que en medio del gentío que los rodeara  tres veces se encontraron

Y tres veces tendieron las manos el uno hacia el otro

Mur de briques, sable gris et ciel brumeux

Piensa, cuando no duerme y le da tiempo

Que en sus vidas ha intervenido la fortuna ya más de tres veces

Porque solos no están

Y sí, porque aun el uno sin el otro

Son intensamente felices

La couleur du bonheur ne se décrit pas

Piensa que jamás

Ningún lazo de sangre será jamás más fuerte que el de estrellas que los une y aleja

Una y otra vez

Y otra, porque fueron tres veces las que se amaron

Piensa, cuando sueña, que en otra dimensión

Están juntos

Ligeros 

Y sí, que lograron un día casarse

El uno con el otro

Le rêve irisé n’est que douceur, que tendres mots murmurés…

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De un día cualquiera

n día cualquiera, Ciudad de México, igual de enajenante que siempre, Uber, cita en el centro para comer

Por el camino, el señor que maneja y la señora que es llevada a su destino platican y luego hablan, con el corazón en la mano: de los hijos, de Dios él, de dioses ella, de parejas, dichos y raíces.

Él no la intenta convencer de nada y ella se lo agradece, ya no soporta a  los portadores de esa verdad que piensan única e indivisible.

Ella escucha, actitud poco habitual en ella, le gusta ser la que tiene razón, la que sabe e instruye, espera siempre una pausa del adversario para dar su opinión. Es como los poseedores de verdad pero no intenta imponer la suya. Casi nunca pues. No, hoy calla e interviene poco.

Sí, la mamá tiene un lazo más carnal con los hijos dice él. Bueno, es que ella tuvo tiempo de sentir a la criatura en su vientre, pero los papás se transforman desde la primera mirada con el vástago, explica ella. Sí, replica él, pero con la mamá son carne de su carne y sangre de su sangre. Y del papá también, contesta ella, eso de que la carga genética es de  a michas, lo sabe explicar bien. No sabe si lo convence, pero él parece haber cambiado un poco su mirar, es más profundo, y la empieza a tutear.

Hablan de tráfico, de cortesía al manejar, también, claro, no por nada uno maneja y se deja la otra llevar, vigilando rutas y hora. Todo está entremezclado, dependen las palabras del enfrenón o  de los silencios, profundos, en los que se pierden los dos a veces.

Hay tiempo para quedarse callado, es casi una hora de trayecto, pero también hay esa confianza de las conversaciones profundas con desconocidos.

Llega. Admira otra vez, igual que siempre, el contraste entre los puestos de venta de los colectivos feministas, el color del  Palacio de Bellas Artes y la hora que centellea a lo alto de la Torre Latinoamericana.

Está en el Centro de la Ciudad de México, lugar bendecido entre tantos, su amiga ya llegó, suéter rosa mexicano, su color preferido[1], y caminan animadas, platicando de sueños y de atractivos visuales, la fondita de la comida corrida no está lejos.

Ahí, comen y hablan, hablan, hablan. Que no es lo mismo hablar que platicar, es como lo del señor del Uber, aunque con menos silencios, a veces obligados por personas que entran a cantar y a pedir monedas.

Ya destripado lo que se venían a decir, lo que venían a  vomitar al tiempo que se echaban dos tortillas, una coca y un café, salen y caminan hacia la plancha del Zócalo. Una no la ha recorrido en mucho tiempo, la otra la recorre seguido pero en medio de marchas, el ondeo de la bandera sobre fondo de  cielo gris y azul es entonces majestuoso para las dos, a las dos les brilla la misma luz en los ojos.

Una nena-bebé, de las que ya caminan pero no hablan todavía, las sigue, se enamoró de su falda, la de colores y brillos y de su echarpe, una morada con burbujas de tela, sí, eso sí existe, mismas que no sabía si ponerse o no por la mañana, allá por su casa, a una hora de distancia en Uber, el cielo sólo era gris y el aire frío. Y claro, le regala la echarpe a la nena-bebé, es tan hermosa cuando hace bravo con sus manitas. Se la lleva cargando su mamá, el papá que no se acercó mucho las mira y sigue, con su andar cercano pero discreto las protege, se le ve atento a todo, va su familia delante de él, va su todo, la carne de su carne, la sangre de su sangre.

Siguen por la plancha, hay colectivos escribiendo en ella, con letras tan grandes que no se ve qué dice, pero no importa, que escriban, que nunca borren nada del Zócalo dice ella, se debe de  honrar la historia que ahí se vive, las letras y reclamos muestran más nuestras vidas que el gris apagado del suelo de cemento. En ese lugar, no es costumbre pedir limpieza impoluta, lo es exigir vida segura y justicia. 

El Palacio Nacional calla.

Más adelante hay un entarimado muy alto y bailadores, trajes y pasos tradicionales, y al lado un puesto de la policía, publicidad positiva y al final una mesita en la que dan informes para enlistarse, así como en las guerras que hay por el mundo, fila para salir a defender al país. Su amiga cambia el color rosa mexicano por un verde militar, un chaleco antibalas, un escudo negro que no puede cargar y un casco de la policía antimotines, probablemente de los que a menudo van al Zócalo para las marchas también. Ríe, porque sabe que sólo es para la foto.

Dan media-vuelta, como siguiendo órdenes vociferadas por algún alto mando y al llegar al Templo Mayor, entran, miran, intercambian conocimientos, que la amiga tiene más muchos más que ella, platican con una turista maravillada por México y su comida, y salen, es tarde, hay que afrontar los regresos.

Esta vez es en metro para las dos, que del centro no se puede salir en Uber, no toman los viajes. Una va por un trayecto de una hora, la otra tantito más, en metro y ya luego en Uber, dónde vive no llega el metro y  es viernes,  hora de peseros y colectivos llenos y ya. Se van avisando la una a la otra que están bien, que ya llegó una a Cuatro Caminos, que para ella siempre será Toreo, o que  acaba de pasar Coyuya la del suéter mexicano, rosa, ya casi termina la odisea. 

Un día cualquiera, piensa al ponerse la piyama.

Un día en el que intervinieron monstruos pasados y futuros, dioses sabios y hadas, la que sigue descubriéndose, la que está cansada y  ya se va y la que tomó la estafeta.

Porque la conversación frente a los platos llenos logró matar uno que otro demonio, porque logró repetir y adaptar  a las circunstancias lo que dijo el Dios del Uber, y medio aplicarlo a lo dicho, porque supo escuchar en lugar de sólo oír. Porque son amigas. Porque por el Zócalo, la sangre no se ve y porque brillan las faldas, aéreas, y porque las pequeñas pueden correr tras de ellas. Porque las echarpes con burbujas moradas vuelan encima del puesto que exhibe zapatillas de mujer rojas, rojas, rojas. Porque el rosa mexicano se ha vuelto azul policía, verde militar y porque estaba todo escrito desde que, en el Valle de México, empezaron a secar el lago.


Nota:

[1] De la señora, de la amiga, pss, quién sabe.

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De los diez años que vienen

¿Quién dice que los sueños y las pesadillas 

no son tan reales como el aquí y el ahora?

– John Lennon.

De los diez años que vienen

Frente a ella, una sala inmensa, dos, tres personas en traje de gala conversan, vaso de champaña en la mano.

Baja con cuidado, el hielo es resbaloso y ella no lleva patines, no sabría cómo usarlos. Se acerca a su jefe, él le entrega con cuidado un pequeño bulto calientito, suave y liviano.

Sabe lo que tiene que hacer, las palabras no nada más sobran, sencillamente no existen hoy. Es responsable del paquetito, se lo acomoda entre cuello y hombro, del lado izquierdo. Descubre que está cubierto de pelo, tal vez sea un cachorro de perro, de esos que tienen las patas cortitas y peludas. Es de tonos cafés y dorados.

La sala, que ya es salón de fiesta, se ha cubierto de patinadores, muchos niños y niñas vienen al concurso, hoy se decide quién será la estrella de la próxima obra. Pasan cerca de ella, la rodean y la ligera pendiente le parece de repente  abismo. Hay gradas, sí, tendrá que refugiarse en ellas, no quiere perder su precioso encargo.

Sentada, se puede quitar los patines y tratar de ponerse aretes, los de perlas de siempre, que todos van elegantes, ella sólo lleva un vestido negro, largo. Su bolsito de mano es difícil de abrir con una sola mano y entonces levanta un poco la suave cobija que envuelve al paquete. Descubre plumas, son verdes y turquesa. Tal vez  tenga entre las manos entonces a un pájaro, los pájaros no se pueden soltar, los pájaros vuelan y entonces los patrones nos miran de manera hosca y nos sacan de su casa.

No habrá aretes, es más, sería mejor recuperar primero unos zapatos y su diente, acaba de perder un diente. El piso parece de sala de cine, está lleno de palomitas brillantes que han ido cayendo de los trajes de luces de los niños. Alcanza a ver su diente, no es más que un pedazo de metal entre muchos otros, ocupaba el lugar de un diente muerto desde hace mucho, se había ya reemplazado y decide, vista la situación, mejor cuidar mejor al perro-pájaro.

Lo sigue teniendo junto a la mejilla, está a salvo en un lugar calientito, está seguro, los zapatos no importan, el diente ya se perdió y hay urgencia, el hielo está subiendo, tiene que salir de allí.

Sí, el patrón parece revolotear por todos lados, también a él se le ha salido la situación de las manos. La mira, desesperado y le hace señas, hay que huir.

Ella corre, resbalando y cayendo varias veces, hasta que decide, por el bien de ambos, sacar al peludillo y emplumado ser de su cobija, le da la mano, es una nena, es la suya, la luz de su vida.

Hay que huir.

Las puertas son de madera, giratorias y se siente de repente aventada a la acera. Están las dos en una calle llena de jovencitos hambrientos, de los que no van a la escuela, sus miradas son hostiles, agresivas casi y tiene miedo, su hija, su cachorra, su pajarito no puede morir, no así.

Logra pasar por debajo de los camiones abandonados, la escena se ha vuelto de película, abundan túneles ofreciendo su boca para que se meta uno sin saber para dónde va. ¿Dónde quieres estar dentro de diez años?, oye en su cabeza, necesita callar esa voz, no son los diez años los importantes ahorita, son los minutos de este momento.

Y sí, pide ayuda, podría declararse indefensa pero astuta en lugar de ser una presa tonta para todos esos niños. 

Caminan y corren juntos, hablan español, unos son de Colombia, otros de México, hay una chica venezolana y un muchacho de Nicaragua. Corren, y evitan patrullajes, evitan puestos de revisión, desertores armados, ella tiene que llegar a la Torre Montparnasse, necesita partir de ella para encontrar por fin el camino a casa, su hija, tiene que llevar al paquetito que le confió el patrón, hombre ceñudo de esmoquin, cabello y bigote impotentes, blancos, muy blancos, tiene que llevar a la pequeña a casa, sería imperdonable perderla allí.

Tiene armas, un machete, sigue sin saber qué pasa, ¿dónde está el hielo?, ¿por qué si lo que busca es llegar a Montparnasse, hablan todos esos niños en español?, ¿por qué si de toda evidencia está en Francia, es su arma un machete?

No importa, lo usa para amenazar y sí, seccionar el pene de un agresor, diciendo en voy muy alta que no se queje, que le dejó los huevos y que ella es una guerrera, una vikinga, y que con las personas de su estirpe nadie se mete.

Y se van: los chavos sucios y mal hablados, de mirada violenta, su hija, escondida abajo, en la cabina del camión militar, de luz azul alumbrada y ella, limpiando su machete, pensando que para alguien que no trae zapatos y no sabe patinar sobre hielo, va bien.

Tiene miedo, tanto.

No puede permitir que le pase algo a la niña, su hija, su ella-misma, el patrón se enfurecería y cuando pasa eso, el mundo entero zozobra.

Llegan a una avenida amplia, limpia, con algunas luces señalando el rumbo a tomar.

No hay final. No logró despertar de la terrible pesadilla, la siguió a todos lados varios días.

No hay final.

Sabe que tiene que, del verbo estar obligado y ser responsable, llevar a la niña, ¿la suya? A ella, ¿misma? y a todos los cachorros-pajarillos a casa, la del patrón, y rendir cuentas.

No hay final.

No hay final.

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De haber deseado algo que no soy

La peor soledad es no sentirse cómodo consigo mismo.

– Mark Twain.

De haber deseado ser algo que no soy

Bueno no sale uno de unos trámites para entrar a otros. Y todo por tardarme, me dijeron que “a qué horas, que hoy ya no, que la ocasión fue hace meses” y eso. Entonces en lugar de tramitar, escogí aclarar.

Aclaro entonces que acabo de salir de la oficina de aclaraciones en la que llené y firmé una aclaración en tres ejemplares, todos igualitos, todos aclarando la misma aclaración.

Reza el texto de la misma algo así:

De niña no tuve Barbies, mis padres eran sabios en la elección de juguetes para sus hijos y preferían regalar libros, patines y muñecas que sí parecieran muñecas.

Jugaba con las Barbies en casa de una amiga porque justamente yo no tenía.

Pero no me interesaban, francamente, eso de poner y quitar zapatillas de tacón a un pie de plástico por el cual, además, asomaba un pedacito de alambre, no era lo mío. Jugaba con ellas porque mi amiga sí tenía y yo no.

En el mismo movimiento sentimental de puritita envidia y de “ora sí se puede”, mi hija tuvo Barbies porque yo no lo hice. Se las compré en una venta de garaje, me llevé montones, con sus autos, casas, albercas y Kenes.

Me daba ilusión regalarle algo que no recordaba no haber disfrutado, la memoria escoge qué hacer con sus recuerdos, les da colores que luego ni estaban originalmente. Mi hija las metió a un gran cofre y sólo las sacaba cuando venía una de sus amiguitas que las gozaba profundamente. Luego se guardaban y ya.

Pero sí me habría gustado ser una Barbie, en la adolescencia y joven adultez.

Las chicas de la escuela, que lo eran, recibían atención de los chicos. Las chicas de la escuela, que lo eran, recibían -sí, lo afirmo- una atención diferente de parte de los maestros. Las chicas de la escuela, que lo eran, disfrutaban más de ser adolescentes, o por lo menos eso parecía.

Los chavos no veían más, sólo veían a las chicas por fuera.

Me habría gustado tener cabello sedoso y brillante, largas pestañas y ojos grandes, boca chica, -hacía ejercicios cuando estaba sola para achicarla, apretaba fuerte los labios mucho tiempo-, pies de bebé y cintura de faja invisible.

Habría querido que me voltearan a ver los chicos y que murmuraran sobre mi camino, así como miraban a las Barbies de la prepa y así como lo hacían al hablar de ellas.

El que una de mis amigas me dijera que me había equivocado de época, que era yo un Rembrandt y que le gustaba a los hombres y no a los chicos, no me ayudaba, me desesperaba más, porque confirmaba de alguna manera que jamás sería una Barbie.

Años más tarde supe que las chicas de la escuela que eran Barbies sufrían igual que yo y que también  pensaban que el espejo era su enemigo. Por lo menos las que, dentro de un cuerpo de Barbie, tenían un cerebro funcional.

Supe también que algunos chicos me tenían miedo-respeto por “lo grandota que eras” y que les gustaba lo que yo decía y hacía.

Supe que la adolescencia pasa y que de repente los chicos crecen y ven más que lo exterior, que van muchos en contra de los estereotipos de la sociedad,[1] vi a las Barbies de antaño sufrir, sufrimiento real y profundo, por dos kilitos de más en la cintura y porque sus grandes ojos ya no tienen chispa, porque su esposo o novio o amante o novia o vibrador, de repente les sale con que necesita espacio… al lado de una Barbie de 24 años.

Veo las fotos de mí de aquel tiempo y me abrazo. No por el cuerpo o cara que tenía, son casi los mismos que hoy, nomás se arrugaron y los gorditos migraron más al sur, sino por esa mirada tan hambreada por un amor de película, de Barbie, pues. Que luego tuve y sigo disfrutando, con sus altas y bajas, así como las luces de un carro majestuoso que va de noche por las carreteras.

Y termino mi aclaración con el hecho de que el mareado es mucho mejor que el famoso Ken: él sí tiene pene.


Nota:

[1] La occidental, pues, la que deifica a las Barbies.

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